domingo, 11 de enero de 2015

El Estado como empresario y regulador del sector eléctrico



                                 La energía eléctrica se ha constituido en la actualidad, en un elemento de gran importancia para el desarrollo de la sociedad a nivel mundial. Gracias a la industrialización, tanto el Estado como entidades privadas han obtenido beneficios sin los cuales nos encontraríamos ante dificultades inminentes para los avances que hoy por hoy, gracias al referido medio, se han generado. Ha sido señalado por expertos internacionales que[1] “estos beneficios se pueden medir en calidad de vida, asistencia técnica, alfabetismo, población con acceso a agua potable y expectativa de vida, entre otros”. De ahí que se cuente con la energía eléctrica para el manejo productivo diario de los ciudadanos. Por esta razón, se ha determinado el carácter fundamental e indiscutible de la energía eléctrica, jugando un papel de capital importancia en el desarrollo de nuestra sociedad.

Al tenor de lo arriba indicado, no resulta sorpresivo que el Estado mantenga determinado control sobre el sector eléctrico, por tratarse de un elemento que interesa a la generalidad[2]. Esto trajo consigo que se haya decidido reconocerlo como un servicio público. La implicación principal de lo arriba indicado es que el Estado, aunque no necesariamente maneje el sector como un empresario, es decir, prestando el servicio de manera directa, puede regularlo conforme a los lineamientos administrativos vigentes, lo que incluye la creación de normas, el control, la fiscalización y la sanción a la entidad que preste el servicio, en caso de que lo amerite. En el caso dominicano, el artículo 147 de la Constitución reconoce que los servicios públicos están orientados a satisfacer las necesidades de interés colectivo. Por lo tanto, es ya ampliamente conocido que[3] “los servicios públicos prestados por el Estado o por los particulares, en las modalidades legales o contractuales, deben responder a los principios de universalidad, accesibilidad, eficiencia, transparencia, responsabilidad, continuidad, calidad, razonabilidad y equidad tarifaria”.

Lo arriba señalado nos permite afirmar que lo que se busca principalmente en la prestación del servicio público es que con el mismo se sirva a la generalidad, bajo ciertas condiciones que permitan disfrutarlo de la mejor manera posible. Esto quiere decir que, bien se trate de una empresa privada o del mismo Estado, deberán cumplirse las predichas características, a fin de asegurar el bienestar general. El rol del Estado, por lo tanto, jugará un papel esencial, sin importar la manera en que actúe en el sector. Esto así, bajo el entendido de que las políticas siempre deberán ser previstas con la finalidad de garantizar el desarrollo de la sociedad y el correcto aprovechamiento del recurso eléctrico por la población. Es en esta virtud que Latinoamérica se ha mantenido en[4] “una búsqueda continua por la fórmula que permita cumplir con los objetivos fundamentales de prestar un servicio confiable, eficiente y accesible a toda la población”. Evidentemente, la consagración de este servicio como público trae consigo que la administración del mismo acarree un carácter de relevancia, por las mismas implicaciones de su consagración para el interés público o general.

En consecuencia, importa poco la forma en que el Estado decida regular el sector. En este sentido, el aspecto fundamental a tomar en consideración es la garantía de lo expuesto en el párrafo anterior. En este orden de ideas, se han reconocido varias formas de prestar el servicio, ya sea desde una gestión directa o indirecta por parte del Estado[5], o mediante la inversión privada de empresas. En el caso de gestión directa, se trata del Estado actuando como empresario, y en la gestión indirecta, se trata de un sistema de mercado regulado por la Administración Pública. Evidentemente, la inversión privada juega un papel esencial en este sentido. Por consiguiente, se ha constituido en uno de los medios utilizados por algunos países de América Latina para la prestación privada del servicio público. Ahora bien ¿Qué mecanismo resulta más conveniente para la prestación del servicio? La respuesta varía de acuerdo a las circunstancias. Resulta necesario dar un vistazo a su historia, a fin de determinar la conveniencia de uno u otro mecanismo o sistema.

Para Andrei Shleifer y Robert Vishny[6], “el libre mercado sin ningún control conduce a precios monopólicos, a externalidades como la contaminación, a desempleo y a procesos fallidos de desarrollo regional”. Evidentemente, se puede asumir como válido lo expresado por los referidos doctrinarios, en razón de que el empresario tiene como principal interés el de lucrarse del servicio que provee. En esa virtud, resultaría común observar que las prestadoras incurrieran en prácticas restrictivas de competencia entre ellas[7] y buscaran la forma más efectiva de obtener mayores beneficios de los usuarios, aunque los mecanismos utilizados a estos fines rayen en la ilegalidad. Esta situación acarrea, evidentemente, el interés de que el Estado intervenga en el sector, especialmente por tratarse de un servicio público que debe ser prestado bajo ciertos parámetros importantes, como el de universalidad y de calidad. En este tenor, puede afirmarse que existe necesidad de que exista un órgano que regule la prestación del servicio, a fin de asegurar la prestación del servicio bajo los criterios reconocidos para todos los servicios públicos.

Los sucesos históricos relacionados al sector de la energía eléctrica nos han demostrado que cuando las empresas privadas prestaban el servicio, el mismo solo llegaba a las zonas con mayor población, dejando su aprovechamiento solo a las personas con más capacidad económica, o en su defecto, que se encontraren en puntos estratégicos para la prestación. Es decir, que por ejemplo, si hablásemos del caso dominicano, las empresas preferirían la prestación en Santo Domingo y no en la provincia Independencia, por (1) la dificultad de lanzar el cableado para la distribución del producto; y (2) la poca cantidad de personas a quienes se podrá prestar el servicio, o en su defecto, que podrían pagar por el mismo. Es evidente que esta situación difería de los planteamientos de la sociedad en la prestación del servicio público, toda vez que este último concepto tiene como fundamento la prevalencia del interés general. Así lo reconocía parte de la doctrina al diferenciar la “mano invisible” de la “mano auxiliadora”[8]. La primera se centra en el sistema de mercado, donde por la oferta y la demanda se fijan las tarifas, mientras que la segunda se refiere a la intervención del Estado en el sector y en los diferentes aspectos relevantes del mismo, como la fijación de las tarifas, o al menos un monto máximo a estos fines.

El sistema o modelo estatista, donde el Estado funge como empresario del sector de energía eléctrica, respondió a factores que determinaron su necesidad de influir de manera permanente en el mercado. Por ejemplo, anteriormente las empresas prestadoras del servicio fijaban sus propias tarifas y podían verse tentadas a actuar de manera arbitraria frente a los usuarios del servicio regulado, lo que resultaba en detrimento de los mismos. En consecuencia[9], dichos usuarios se veían obligados a pagar sumas exuberantes por la prestación de un servicio que no necesariamente sería prestado bajo los parámetros de calidad, y los demás reconocidos para los servicios públicos. Esta fue una de las razones que impulsó el emprendimiento del diseño e implantación de planes de electrificación rural con el apoyo de la banca multilateral. Con este diseño, se trataba de ampliar la cobertura de las diferentes regiones de los Estados de Latinoamérica; sin embargo, desde el año 1971 hasta el 1989, la República Dominicana era uno de los países que tenía menor avance en la cobertura del servicio eléctrico en la región, con un 20% en el año 1971 y menos de un 40% para el 1989.

Ha sido claro que el gobierno incurre en un alto costo político si no interviene en el sector[10]. En ese orden de ideas, el Estado se vio en la obligación de tomar en sus manos la prestación directa del servicio, al menos en algunas de las fases de la energía eléctrica[11]. Esto se hizo con la finalidad de evitar los inconvenientes inminentes que se presentaban en la prestación directa por parte del Estado. Uno de las fases que fue asumida fue la de distribución, la que, según indica Jaime Millán, “se utilizaba como una forma de clientelismo político”. En este sentido, al encontrarse en manos del Poder Ejecutivo, podían darse casos de corrupción administrativa[12] orientados por el interés de los particulares y la falta de controles previstos para la propia Administración Pública. Asimismo, esta podría presentarse en momentos de campaña electoral, donde, con la finalidad de obtener el apoyo de los ciudadanos, pudiere incurrirse en prácticas que llevan a la ilegalidad. Otro planteamiento que se hace al respecto es que los políticos podrían utilizar este medio para ofrecer empleos a personas de su confianza, creando un sistema poco transparente.

A pesar de que en sus inicios no existía una forma de regulación formalizada por parte del Estado, los Bancos Internacional de Desarrollo y Mundial se convirtieron en verdaderos reguladores[13], ya que hacían requerimientos estrictos al momento de que se solicitara un préstamo. De ahí derivamos que no hubo incentivos suficientes para lograr la eficiencia del sector. En definitiva, con la simple falta de intervención del Estado se creaban desincentivos en cuanto a lo invertido y su posibilidad de recuperación, pues no se tenía una garantía de prestación del servicio bajo un marco de libre competencia. No obstante, afirma Millán que hubo un precario cumplimiento de las referidas cláusulas a nivel general en América Latina. Para mejorar esta situación, los Bancos amenazaban con no desembolsar el monto del préstamo, pero no se percibía la necesidad de unos sistemas de gobernabilidad de la empresa que hicieran responsables de su gestión a la administración. En consecuencia, la precariedad de la asunción de políticas que acarrearen un correcto manejo del servicio, trajo consigo la necesidad de que fueren implementadas políticas con un carácter coercitivo, que fue lo que intentó hacer el Estado con su entrada al sector. Cabe destacar, sin embargo, que[14] “la creación de una cultura reguladora en países en los que no existe esta tradición es tarea difícil y toma bastante tiempo, especialmente cuando las instituciones complementarias y los recursos humanos no existen o son incipientes”.

Un caso que puede tomarse como ejemplo de lo señalado, es el de Brasil[15]. A pesar de los costos de generación, por la extensión superficial del país, la operación del sistema de generación fue relativamente eficiente. Sin embargo, se observó cómo se utilizaban las empresas estatales para pagar favores políticos, mediante el empleo de una gran cantidad de personas. Esto provocó un exceso de personal en las entidades intervinientes en el sector y una gestión deficiente para el manejo de las pérdidas y las cobranzas. Igualmente, la eficiencia y la calidad en la prestación del servicio dejaban mucho que desear. No obstante, se trabajó para una total reestructuración del sistema, permitiéndoles alcanzar una posición financiera más equilibrada y acercar las tarifas a los costos económicos del suministro eléctrico, sentando bases propicias para una reestructuración más profunda del sector. En este caso se observa cómo la intervención del Estado en el sector trajo consigo beneficios para el manejo del mismo, lo que nos permite pensar que la gestión, sin importar sea directa[16] o indirecta[17] por parte del Estado, trae sus beneficios a nivel nacional y a nivel internacional.

Evidentemente[18], “un regulador independiente protegería a los inversionistas de las intervenciones oportunistas del gobierno y a la vez defendería los intereses de los consumidores de los posibles abusos de los proveedores del servicio”. Así las cosas, en el caso de Colombia[19], si bien el servicio era prestado inicialmente por empresas privadas que no tenían alcance de su prestación a lugares lejanos. Por esta razón, el Estado tomó las riendas de la prestación, pero de manera descentralizada, mediante la implementación de dos empresas que generaban y distribuían cerca del 40% de la energía, mientras que el 60% restante era prestado por empresas propiedad del gobierno nacional. No obstante lograron su objetivo, que era el de ampliar el servicio a la totalidad de la población, para el año 1990 el sector se encontraba en bancarrota, siendo responsable del 30% de la deuda externa total y del 33% del déficit del sector público no financiero. En esta virtud, fue necesaria una reestructuración de la forma de prestación el servicio. De ahí que en su Carta Magna proclamada en el año 1991 se indicaba en su artículo 365, lo siguiente: “los Servicios Públicos son inherentes a la finalidad social del Estado. Es deber del Estado asegurar su prestación eficiente a todos los habitantes del territorio nacional. Podrán ser prestados por el Estado, directa o indirectamente, por comunidades organizadas, o por particulares. En todo caso, el Estado mantendrá la regulación, el control y la vigilancia de dichos servicios”.

Por su parte, la Ley No. 142, sobre Servicios Públicos, promulgada en el año 1994, establece la separación de actividades para la prestación del servicio, en la forma siguiente:[20] “Entidad de regulación-Comisión de Regulación de Energía y Gas; Entidad de Planeación-Unidad de Planeación Minero Energética; Entidad de vigilancia y control-Superintendencia de Servicios Públicos Domiciliarios (…)”. En síntesis, la regulación del sector en Colombia, actualmente se maneja bajo los siguientes parámetros:[21] (a) en la generación hay un libre mercado de competencia en precios; (b) en la transmisión se manejan por una tasa de retorno para infraestructura; (c) en la distribución se fijan las tasas de retorno; y (d) en la comercialización se maneja por la libre competencia.

En el caso de El Salvador, igualmente, el sector estaba manejado por empresas privadas, hasta que el Estado decidió revertir las concesiones correspondientes. La doctrina[22] ha indicado que con esta actuación se sumó la falta de incentivos para la eficiencia a la falta de remuneración del servicio, lo que traía la necesidad de reformar el sector. En la actualidad[23], en este país se ha constituido como ente regulador a la Superintendencia General de Electricidad y Telecomunicaciones, y se maneja en el marco de libre competencia para las fases de generación, distribución y comercialización, reservándose la transmisión al Estado, a través de la “Empresa Transmisora de El Salvador (ETESAL)”. De manera que se ha creado un mercado de libre competencia regulado por la Administración Pública.

A nivel internacional, la crisis inició con la que se produjo en California[24] y continuó con la debacle de Enron[25], que puso en cuestión el papel de los comercializadores y contribuyó a disminuir el apetito de los inversionistas. El mercado también se vio afectado por las grandes debacles que se presentaron en Latinoamérica. Se ha afirmado[26] que los problemas del sector obedecen a una falta de congruencia entre las expectativas del Estado y los incentivos proporcionados para que se cumplan. Esto quiere decir que se hace necesario aterrizar los ideales para convertirlos en una realidad del sector eléctrico. En este sentido, ya se ha afirmado la necesidad que existía de reformar el sector, a fin de evitar los inconvenientes señalados, ocasionados por la falta de control por parte de la Administración Pública. Ahora bien ¿es la reforma la mejor opción? ¿Cómo debe preverse esta reforma? ¿Debe el Estado jugar un papel fundamental, o debe limitarse a ser un espectador que regularmente interviene?

Con la reforma del sector eléctrico[27], el papel del Estado fue limitado y fortalecido a la definición de las políticas y a la regulación. Sin embargo, se han reconocido varias dificultades[28] para la aplicación de una reforma del sector. En primer lugar, se reconoce la dificultad de separar los papeles del Estado con miras a evitar los conflictos de interés que surgen de su partición como empresario, en competencia con el sector privado, responsable de formular políticas y regulador. En este aspecto nos referimos, principalmente, a que el Estado sería “juez y parte”[29] al actuar como empresario, lo que podría generar una deficiencia en la regulación del sector[30]. Igualmente, esto podría generar lo indicado al inicio del presente análisis, referente a la corrupción administrativa y el clientelismo político.

Otra dificultad que debe ser analizada es la de encontrar un modelo de regulación que se adapte a las restricciones institucionales y de recursos de los países, de lograr un mercado competitivo que permita a su vez proporcionar los incentivos de largo plazo para la inversión que garantice la seguridad del suministro y disminuya la volatilidad de los precios, de regular sobre la base de incentivos el segmento de distribución y de lograr un manejo adecuado de los subsidios para proporcionar acceso al servicio en condiciones asequibles a los pobres. Es decir, que para regular el sector de una forma eficiente, deberán preverse diversos aspectos del sector eléctrico que difícilmente puedan ser controlados por una misma entidad, pudiendo generarse conflictos entre estos múltiples intereses. Para Millán, esto podría resolverse si[31] “el gobierno se concentrase en el ejercicio de sus papeles primarios como responsable de formular políticas y subsidiario, dejando la ejecución y aplicación del marco regulador a un órgano separado, para poder dar credibilidad y estabilidad a las nuevas reglas, y trasladando el papel empresarial al sector privado en la medida de lo posible”. De esta manera se proporcionaría un campo de juego equilibrado para el sector eléctrico.

En República Dominicana, el sistema que anteriormente se llevaba a cabo consistía en la capitalización[32], consistente en[33] “la adquisición por el sector privado de interés dominante, generalmente cercano al 50%, en el valor de la empresa a condición de aportar capital que puede emplearse ya sea en el servicio de deudas excesivas como en la ejecución de un programa de expansión acordado”.

La reforma del sector eléctrico puede presentarse de diferentes formas. Podemos destacar, al efecto, tres sistemas: (a) regulación por contrato; (b) regulación mediante un organismo multisectorial[34]; y (c) regulación mediante un organismo autónomo[35]. Sin importar el modelo que sea acogido por determinado país, deberá tomarse en cuenta en cada uno de ellos que el rol del Estado siempre deberá ceñirse al control y a la vigilancia del órgano o entidad que preste el servicio. Igualmente, es necesario aclarar que cada sistema tiene dos dimensiones[36]: (1) el gobierno y (2) la sustancia. El primero se refiere al marco donde se producen las leyes y el segundo al contenido de las mismas.

Es evidente que otro de los elementos que debe tener en cuenta el Estado al momento de reformar el sector eléctrico, es el de crear confianza en el sector por parte de los usuarios del servicio prestado. A estos fines, la autonomía plantea garantizar esta confianza, pues genera la idea de que el gobierno no obrará de forma oportunista, sino que se seguirán las reglas previstas para la prestación de manera eficiente. A pesar de que la autonomía plantea ser la solución a la falta de confianza, cabe destacar que al asumir este modelo se requerirán de personas con conocimientos técnicos del sector para que funjan como funcionarios y/o empleados en el órgano establecido a estos fines. Esta situación podría generar un inconveniente, toda vez que no existen muchas personas especializadas en el área. Igualmente, se hace necesario volver a referirnos con relación al clientelismo político que podría ejercerse a través de este órgano, para fines de obtener beneficios personales.

Para recuperar la confianza, se hace necesaria la delegación de funciones, aunque se encuentren bajo el amparo del mismo Estado[37]. La transparencia también juega un papel primordial en este sentido. Por consiguiente, se hace necesario que el Estado establezca los mecanismos necesarios para que el usuario del servicio pueda acceder a la información básica requerida. Esto se sustenta principalmente, en que[38] “el derecho de los individuos a investigar y recibir informaciones y opiniones y a difundirlas está consagrado como un principio universal en varias convenciones internacionales, razón por la cual el Estado está en el deber de garantizar el libre acceso a la información en sus instituciones”.

Ha sido propuesto por diversos expertos en el área[39], que la solución a los problemas de la reforma o de la intervención Estatal se puede crear mediante el establecimiento de grupos de vigilancia de los mercados integrados por expertos externos e independientes para “institucionalizar el cambio”. Sin embargo, esto podría generar costos exuberantes para la Administración Pública, lo que podría generar un desequilibrio presupuestario. Igualmente, queda dada la posibilidad de que los expertos, elegidos por el mismo Estado, respondan a intereses del gobierno, lo que puede acarrear irregularidades en la realización de sus funciones. Igualmente, bajo el entendido de que la regulación por parte del Estado responde a los cambios constantes de la sociedad, por la misma interacción de los particulares, existe la posibilidad de que la forma de regulación utilizada en determinado momento, puede funcionar de manera diferente en otra etapa.

Por lo tanto, la inseguridad jurídica que se crea por las políticas de la Administración Pública es evidente, reconocida como un problema frecuente. Para Millán[40], esta no solamente puede desanimar a los inversionistas, sino que también puede dar los incentivos equivocados a inversionistas sin escrúpulos para lograr sus objetivos de manera poco transparente y en detrimento del desarrollo general del mercado. Resulta necesario, por lo tanto, trabajar en la credibilidad y la legitimidad, pues son el último aspecto que trae inconvenientes para la regulación del sector eléctrico por parte del Estado. El apoyo político, jurídico y popular a este tipo de instituciones y cultura es la clave para la supervivencia del sistema[41]. Esto quiere decir que en la misma medida que el Estado refuerce la transparencia, la seguridad jurídica y la autonomía de sus instituciones, la población creerá más en el manejo de un servicio público por parte de la Administración Pública.

Para lograr la eficiencia de la prestación del servicio, sea de manera directa o indirecta, o mediante alguno de los sistemas que han sido tratados a lo largo del presente análisis, deben considerarse los siguientes factores: (1) El aporte de un marco regulador sólido[42]; (2) La reestructuración de activos públicos; (3) la organización de mercados; y (4) privatización[43]. De esta manera se lograría una evolución gradual y un paso definitivo de un sistema a otro más eficiente. Además, con la misma se evitará que empresas estatales compitan con empresas privadas, lo que podría darse en caso de que se haga una reforma sin una secuencia racional y equilibrada. No obstante esto, la experiencia de países como El Salvador[44], donde se privatizaron simultáneamente varias fases del sector eléctrico, nos permite determinar que no existe ningún inconveniente en que se realice la reforma de esta manera, bajo los presupuestos correspondientes[45]. Otros países, como Chile, privatizaron inicialmente su fase de distribución y gradualmente, continuaron con la fase de generación. En el caso dominicano, por otro lado, la generación es netamente privada (libre mercado), la transmisión es pública (gestión directa) y la distribución y comercialización se encuentra concesionada (gestión indirecta).

Es evidente que a mayor nivel de competencia, se pueden presentar mejores precios para el consumidor. De hecho[46], “la competencia en el mercado está fundamentada en la existencia de un mecanismo adecuado para la integración en red que facilite las transacciones financieras y físicas”. Así las cosas, pues a medida que convergen la oferta y la demanda, el usuario está en capacidad de elegir conforme al menor precio ofrecido, lo que crea un precio de equilibrio del producto. Sin embargo, afirma Milllán[47] que esto puede aumentar el riesgo percibido por los inversionistas y retardar la inversión en el costo plazo. Esto así, en razón de que podrían ver sus ingresos mermados en relación a la inversión realizada para ingresar al mercado, por los bajos precios[48]. En cambio, de fijar tarifas llamativas para los potenciales inversionistas, la libre competencia tiene capacidad para atraerlas[49]. No obstante esto, en vista de que el Estado está en la obligación de velar por el interés de los ciudadanos, debe mantenerse este tipo de políticas, con la finalidad de asegurar el beneficio de los mismos.

Resulta, sin embargo, fundamental, determinar en cuáles fases sería posible permitir el desarrollo en el marco de la libre competencia, pues tratándose el servicio de algo inminente para el desarrollo social, político, cultural y tecnológico, existen parámetros que deben respetarse. Por ejemplo, en el caso de la transmisión, entendiéndose la misma como aquella fase en la que la energía generada se traspasa a las entidades distribuidoras, debe manejarse la misma con cierto grado de rigurosidad, a fin de evitar conflictos entre las empresas generadoras y las distribuidoras[50]. Por consiguiente, es más efectiva la prestación por parte del Estado en este aspecto, fundamentado esto además, en que el Estado es el propietario de las líneas a través de las cuales se transmite la energía.

En otro tenor, debemos considerar cuáles son los inconvenientes que podría generar la libre competencia para el sector eléctrico y su prestación, en detrimento de los usuarios o consumidores. Afirma Millán[51] que el mal funcionamiento del mercado es a menudo el resultado de un optimismo excesivo respecto de cuáles serán las transacciones realizadas eficientemente por medios descentralizados, dado el tamaño del mercado. Por consiguiente, cuando existen mercados pequeños, se trata de determinar lo que puede hacerse para mitigar las consecuencias de la falta de competencia o de una competencia deficiente. En consecuencia, el mercado podría colapsar en caso de que las tarifas previstas no permitan a las empresas intervinientes en el mercado, la recuperación de su inversión. Esto generaría un alza en las tarifas, en razón de que de otra forma resultaría insostenible. En caso de que el Estado se encargase de fijar las tarifas o un precio tope, podrían darse interrupciones en la prestación del servicio, y esto conllevaría que el mismo no fuera de calidad.

Por otro lado, la situación arriba indicada podría generar un incentivo para que una empresa incurra en poder de mercado y, consecuentemente, en abuso de esta posición dominante en el mercado eléctrico. Esta situación acarrearía inconvenientes para los usuarios del servicio, en razón de que la entidad que incurra en esta práctica anticompetitiva, podría aumentar los precios de manera desmesurada. Una solución que se presenta a este planteamiento es la interconexión con países vecinos, a fin de evitar grandes cargas para las empresas privadas. De esta manera, el crecimiento de la demanda[52] “puede ofrecer oportunidades para la vinculación de nuevos agentes o ampliar el sistema de transmisión”. Asimismo, podría verse disminuido el incentivo para generar un poder de mercado. Además de beneficiar con el enfrentamiento a los retos planteados, de esta manera podría enfrentarse de igual manera, la situación del acceso al servicio por la mayor cantidad de personas posibles, lo que cumple con los requerimientos estatales, y crea a su vez, un beneficio para la entidad correspondiente.

En el caso de la fijación de tarifas, la misma debe hacerse conforme a los costos incurridos por cada entidad, sea privada o no. En ese tenor, el órgano regulador debe tener un control de los referidos costos, con la finalidad de poder determinar eficientemente el tope de las tarifas a ser cargadas a los usuarios. Por lo tanto, como bien afirma Millán[53], “el nuevo sistema no elimina la necesidad de mantener abundante información sobre la empresa regulada, así como de efectuar análisis estadísticos cuidadosos”. En el caso dominicano[54], por ejemplo[55], se hace imposible fijar precios estables en el mercado de la generación eléctrica, sin embargo, las referidas empresas deberán justificar estos precios al órgano regulador. En el caso de la distribución, por su parte, sus tarifas están reguladas por la Superintendencia de Electricidad[56]. Asimismo, en el caso de las pérdidas técnicas, en República Dominicana no se logró una rebaja sustancial de las mismas, a diferencia de otros países. Conforme indica Millán, esto pudo haberse provocado por[57] “la extrema pobreza, una cultura de no pago, dificultades para hacer cumplir la ley y otras”. Esto se debe a la situación histórica dominicana, pasando de un sistema donde se pagaba una cuota ínfima al modelo de capitalización, donde debían pagarse altas cuotas.

Los logros y desafíos[58] que se han obtenido con la implementación de la reforma eléctrica son evidentes. En resumen, podemos destacar que se ha logrado mayor participación del sector privado, los precios mayoristas han disminuido y se han logrado mayores ganancias. En cuanto a los desafíos, nos queda trabajar en las dificultades de separación de los papeles del Estado y orientar el subsidio a quienes más lo necesitan.

Para finalizar, cabe destacar que el Estado como empresario encuentra su justificación en[59] (a) la falta de compromiso público y (b) la falta de compromiso privado. Es decir que tanto la Administración Pública, como las entidades prestadoras del servicio, teniendo sus intereses, toman decisiones que podrían desanimar a las empresas privadas, para el caso de estas últimas, como dificultar la regulación del sector, para el caso del Estado. Continuando con las dificultades que se presentan en la regulación estatal, se ha indicado que[60] podría tomarse como alternativa para incentivar a la inversión, el establecimiento de un subsidio para que los empresarios recuperen sus inversiones. Sin embargo, esta alternativa podría no ser viable, en razón de la falta de compromiso público por parte de los funcionarios estatales.

Como bien se afirmaba al inicio de este análisis, uno de los mayores inconvenientes para la prestación directa por parte del Estado es la facultad de abusar de su poder sin tener el debido control al manejarse en el sector[61]. Como bien afirma Millán[62], “el problema es el insuficiente escrutinio o vigilancia por parte de los ciudadanos para asegurar la congruencia entre las intenciones de los políticos y el bienestar público”. Sin embargo, si se logra una alta participación por parte de la ciudadanía, se podría garantizar la permanencia en el tiempo de las empresas estatales.[63] De hecho, se ha comprobado que[64] una buena parte del éxito de las empresas estatales podría atribuirse a una característica especial de sus poblaciones que les permitía ejercer sus derechos de propiedad sobre las empresas procurando asegurar la continuidad del servicio[65].

En definitiva[66] “la propiedad pública como forma de mantener derechos residuales de control tiene el peligro de la captación por políticos y/o burocracias, mientras que la propiedad privada tiene el peligro de la captación del regulador por el empresario”. Esto nos permite corroborar con Millán, al establecer que la forma más factible de regular el mercado eléctrico es la de la partición privada regulada por el Estado. Es decir, que el Estado no se encargue de prestar el servicio, sino que establezca concesiones para su prestación y controle y sancione a las entidades prestadoras, en la medida que así lo amerite. Igual ocurriría con las fases eléctricas que se encuentran en un libre mercado, como la generación en República Dominicana, donde el Estado debe encargarse de regular el mercado, de manera que no se lleven a cabo prácticas que pudieren perjudicar la prestación en las demás fases.

Igual ocurre en el caso de la distribución y de la comercialización, donde lo preferible sería la prestación bajo el libre mercado. De esta manera se evitaría la creación monopolios que únicamente perjudican al usuario de los servicios eléctricos. Por ejemplo, en el caso dominicano, la prestación en ambas fases se hace por empresas concesionadas del sector, las cuales lo hacen únicamente en regiones rigurosamente establecidas mediante acuerdo. Se pone en evidencia las dificultades generadas al respecto, especialmente orientadas a las tarifas eléctricas previstas por las referidas entidades[67]. En el caso de la comercialización, el mayor beneficio para los usuarios se verificaría si se abriera este mercado, con la finalidad de permitir la fijación de los precios a través de la oferta y la demanda.

En el caso de la transmisión de la energía eléctrica, la respuesta diferiría de la otorgada para las anteriores fases. En este caso, lo más conveniente es mantener una gestión directa por parte del Estado. En primer lugar, no se trata de una prestación que iría orientada a los ciudadanos, sino que, por tratarse de una transmisión de alto voltaje, se orienta a las empresas distribuidoras y comercializadoras. En este sentido, tratándose únicamente de la transmisión de la empresa generadora a la distribuidora, se requiere de un órgano independiente e imparcial que permita dirimir las diferencias entre una empresa y otra[68]. Por consiguiente, El Salvador y República Dominicana han establecido un sistema eficiente en este sentido.

En conclusión, en sentido general, el rol del Estado debe ir orientado a una gestión indirecta en el sector eléctrico, lo que permitirá una mayor eficientización de la prestación del servicio. Así las cosas, por la reglamentación, fiscalización, control y sanción que se encontrará en sus manos, como ente independiente y capaz para velar por los intereses de los ciudadanos y usuarios de los servicios anteriormente indicados. Restaría, sin embargo, continuar trabajando para la evitación de un manejo parcializado, a favor de entidades privadas y en detrimento de los particulares, lo que podría generar inconvenientes exuberantes para la generalidad.


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