Para Andrei Shleifer y Robert Vishny[6], “el
libre mercado sin ningún control conduce a precios monopólicos, a externalidades
como la contaminación, a desempleo y a procesos fallidos de desarrollo
regional”. Evidentemente, se puede asumir como válido lo expresado por los referidos
doctrinarios, en razón de que el empresario tiene como principal interés el de lucrarse
del servicio que provee. En esa virtud, resultaría común observar que las prestadoras
incurrieran en prácticas restrictivas de competencia entre ellas[7]
y buscaran la forma más efectiva de obtener mayores beneficios de los usuarios,
aunque los mecanismos utilizados a estos fines rayen en la ilegalidad. Esta situación
acarrea, evidentemente, el interés de que el Estado intervenga en el sector, especialmente
por tratarse de un servicio público que debe ser prestado bajo ciertos parámetros
importantes, como el de universalidad y de calidad. En este tenor, puede afirmarse
que existe necesidad de que exista un órgano que regule la prestación del servicio,
a fin de asegurar la prestación del servicio bajo los criterios reconocidos para
todos los servicios públicos.
Los sucesos históricos relacionados al sector de la energía
eléctrica nos han demostrado que cuando las empresas privadas prestaban el
servicio, el mismo solo llegaba a las zonas con mayor población, dejando su aprovechamiento
solo a las personas con más capacidad económica, o en su defecto, que se encontraren
en puntos estratégicos para la prestación. Es decir, que por ejemplo, si hablásemos
del caso dominicano, las empresas preferirían la prestación en Santo Domingo y no
en la provincia Independencia, por (1) la dificultad de lanzar el cableado para
la distribución del producto; y (2) la poca cantidad de personas a quienes se podrá
prestar el servicio, o en su defecto, que podrían pagar por el mismo. Es
evidente que esta situación difería de los planteamientos de la sociedad en la
prestación del servicio público, toda vez que este último concepto tiene como fundamento
la prevalencia del interés general. Así lo reconocía parte de la
doctrina al diferenciar la “mano invisible” de la “mano auxiliadora”[8].
La primera se centra en el sistema de mercado, donde por la oferta y la demanda
se fijan las tarifas, mientras que la segunda se refiere a la intervención del
Estado en el sector y en los diferentes aspectos relevantes del mismo, como la fijación
de las tarifas, o al menos un monto máximo a estos fines.
El sistema o modelo estatista, donde el Estado funge
como empresario del sector de energía eléctrica, respondió a factores que
determinaron su necesidad de influir de manera permanente en el mercado. Por ejemplo,
anteriormente las empresas prestadoras del servicio fijaban sus propias tarifas
y podían verse tentadas a actuar de manera arbitraria frente a los usuarios del
servicio regulado, lo que resultaba en detrimento de los mismos. En consecuencia[9],
dichos usuarios se veían obligados a pagar sumas exuberantes por la prestación de
un servicio que no necesariamente sería prestado bajo los parámetros de calidad,
y los demás reconocidos para los servicios públicos. Esta fue una de las razones
que impulsó el emprendimiento del diseño e implantación de planes de
electrificación rural con el apoyo de la banca multilateral. Con este diseño, se
trataba de ampliar la cobertura de las diferentes regiones de los Estados de Latinoamérica;
sin embargo, desde el año 1971 hasta el 1989, la República Dominicana era uno
de los países que tenía menor avance en la cobertura del servicio eléctrico en
la región, con un 20% en el año 1971 y menos de un 40% para el 1989.
Ha sido claro que el gobierno incurre en un alto costo
político si no interviene en el sector[10].
En ese orden de ideas, el Estado se vio en la obligación de tomar en sus manos
la prestación directa del servicio, al menos en algunas de las fases de la
energía eléctrica[11].
Esto se hizo con la finalidad de evitar los inconvenientes inminentes que se presentaban
en la prestación directa por parte del Estado. Uno de las fases que fue asumida
fue la de distribución, la que, según indica Jaime Millán, “se utilizaba como
una forma de clientelismo político”. En este sentido, al encontrarse en manos
del Poder Ejecutivo, podían darse casos de corrupción administrativa[12]
orientados por el interés de los particulares y la falta de controles previstos
para la propia Administración Pública. Asimismo, esta podría presentarse en
momentos de campaña electoral, donde, con la finalidad de obtener el apoyo de
los ciudadanos, pudiere incurrirse en prácticas que llevan a la ilegalidad.
Otro planteamiento que se hace al respecto es que los políticos podrían
utilizar este medio para ofrecer empleos a personas de su confianza, creando un
sistema poco transparente.
http://emilymancebo.blogspot.com/2014/04/el-estado-como-empresario-y-regulador.html
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